Érase una vez, en una aldea de África, un enorme baobab tan majestuoso e imponente que atraía la atención de todos.
Sus inmensas y generosas raíces se hundían profundamente en la tierra, y su majestuoso y sólido tronco tenía una pequeña cueva.
Sus abundantes hojas atraían a los pájaros que iban buscando sombra. También era el refugio de animales y a los niños les gustaba estar dentro para jugar.
Al Baobab le llamaban “el árbol mágico” porque decían que era el médico del pueblo. Era el guardián de todos remedios tradicionales y ancestrales.
Un día, cuando los niños del pueblo estaban sentados dentro de su tronco, como era su costumbre después de la escuela, oyeron de repente una voz profunda que no era de ninguno de ellos.
La voz decía: ¿Por qué no coméis mis frutas? Están llenas de vitaminas y os llenarán de mucha energía.
Madiba, el mayor del grupo, preguntó: “Pero ¿quién ha hablado?”.
Todos los niños habían oído la voz, pero nadie se atrevía a contestar.
Madiba volvió a preguntar: “Venga, dejaos de bromas. ¿Quién ha hablado?”.
La voz continuó: “Venís todos los días a mí y nadie me saluda. Soy yo, Baobab, quien habla”.
Mientras los demás niños estaban muertos de miedo por el árbol parlante, Madiba, el más valiente, respondió con seguridad: “Los árboles no hablan”.
El Baobab se rió y le dijo: “Claro que hablo, puedes oírme, sí, pero no me importa si me crees o no”.
El Baobab continuó: “Tu padre cayó gravemente enfermo un día porque le había picado un mosquito anopheles gambiae, de los que transmiten la malaria”.
Madiba interrumpió preguntando: ¿Un qué mosquito? ¿la malaria? Eso sí sé qué es, y es muy grave … ¿Y qué hiciste para ayudarle?
Como un anciano sabio, el Baobab respondió lentamente: “Al amanecer de una hermosa mañana de cosecha, tu abuela vino a visitarme, acariciando mi tronco para saludarme. Me dijo que su hijo estaba gravemente enfermo y que necesitaba ayuda.
Me dijo: “Oh gran sabio Baobab, el árbol médico, por favor, dame el remedio para calmar la fiebre de mi hijo”.
Tu abuela era una mujer generosa y bondadosa, sus ojos cansados y llenos de lágrimas miraban al suelo, esperando mi respuesta”. El Baobab hizo una pausa, reflexionando sobre aquel recuerdo de antaño, y luego continuó con la historia.
Le dije: “Deja de llorar, Mamá, y coge mis hojas. Las hervirás en agua caliente y le darás esta tisana a tu hijo hasta que le desaparezca la fiebre”.
Ella dijo: “Oh, gracias, padre infinitamente sabio, gran mago”. Entonces tu abuela se marchó con las hojas sagradas en su bolsa.
No pasó mucho tiempo hasta que su hijo, tu padre, mejoró. Desde entonces, vuelve todos los días a sentarse al pie de mis raíces, y la oigo susurrar oraciones de agradecimiento. A veces incluso viene a echarse una siestecita dentro de mi tronco, que es agradable y fresco.